jueves, 6 de marzo de 2008

Enfermedad crónica

Pese a que nuestro caso era especial porque veníamos en nombre de Luís Miguel, mi cuñado, quien había hablado con Andrés, un amigo y colega, residente de segundo año de cirugía, para que me atendiera, ese viernes subimos los cuatro pisos rápidamente, temiendo encontrarnos con una cola de personas que esperasen pacientes a ser atendidas. Como era de esperarse, nos equivocamos de ala, y tuvimos que cruzar el pasillo central para llegar a la sala de Cirugía IV. No había cola.
- Cómo está doctor, soy el hermano de Luís Miguel…
- Hola, sí – interrumpió inmediatamente Andrés- el médico, de unos treinta años de edad, de tez morena, cabello negro como el ébano, con unos mechones blancos que hacían recordar al protagonista de la última, y sangrienta, película de Tim Burton “El barbero demoníaco de la calle fleet”, inspirada en una musical de Brodway. Anda a comer- continuó Andrés con la mirada fija en unos documentos que estaba revisando- y vente como a la una mientras yo entrego la guardia.

Sin más, bajamos otra vez por las escaleras, pues, igual que para subir, esperar el ascensor era una prueba de paciencia y tolerancia, y los nervios no me permitían estar quieta en un sitio, y menos en uno como ese, en donde se puede percibir, sin necesidad de hurgar mucho en el ambiente, esa sensación de que algo está mal, esa que nos hace sentir culpables de lo bien que estamos en salud y en economía, en comparación con otros, esa en donde sentimos que la muerte está por allí, paseándose por los pasillos, rozándonos, visitando las habitaciones, sin tocar la puerta, sin ser recibida, cada día más fortalecida por el temor, la tristeza. Esa muerte que apuesta a cada instante por la muerte.
Luego de almorzar, subimos a la hora acordada, Luís Miguel, mi cuñado, Médico adjunto del departamento de Gineco-obstetricia, nos acompañó para que el favor que él mismo había pedido a Andrés fuese llevado a cabo sin un contratiempo más. Sin embargo, ocurrió lo contrario.
Fui atendida a las cuatro de la tarde, ya Luismi, llamado así por cariño, se había marchado debido a que la noche anterior había tenido guardia y estaba exhausto. Ricardo sí continúo conmigo, en pie de lucha, sin decaer ni un instante y dándome ánimos en los momentos en los que la espera y la incertidumbre aumentaban mis nervios.
“Ella va a atenderte”, dijo por fin Andrés, señalando a una chica cuya edad no pasaba de treinta años, delgada, blanca, y tenía puesta una bata con la inscripción, cerca de su pecho izquierdo “Miryam Colmenares, médico cirujano”. Estaba en presencia de una residente de primer año de cirugía, quien me guió hacia un cuarto pequeño que constaba de un escritorio un pequeño espacio donde se encontraba un peso, una papelera y algunos afiches sobre salud. Al final, separado por una cortina azul, estaba mi destino. Un segmento del cuarto, solamente alumbrado por una tenue luz natural que entraba por un ventanal, equipado por una camilla, dos sillas de metal, un gavetero y una pesa en donde se encontraban los instrumentos para la operación de mi hernia.
“Quítate la camisa, el sostén y ponte esta bata”, fueron las instrucciones de Miryam, quien ya estaba preparándose, “como si fuese a operarme ella”, pensé con un profundo temor de que fuese así. Ya lista en la camilla, llegó otra chica, Ingrid, compañera de Miryam, y un momento después llegó Andrés. Me sentí aliviada cuando lo vi, pero qué va, alegría de tísico. Me operarían ellas, con la supervisión de él.
- Te va a doler un poco, sobretodo cuando el líquido de la anestesia esté circulando.
- Ok- sólo este Ok, débil fue lo que el miedo me dejó pronunciar

Un pinchazo por aquí, otro por allá, y la anestesia comenzó a hacer su efecto en el sitio en donde fue inyectada. Sólo allí. Mientras la vista, los oídos, el olfato y los ojos se mantenían despiertos, a la expectativa. Luego de una prueba para comprobar que no sentía nada, comenzó la carnicería. Evité a toda costa ver lo que le estaba sucediendo a mi ombligo, pero era imposible no escuchar los cortes de la carne con las tijeras, y era aún más inevitable oler la grasa quemada (la cortan quemándola) por un cauterizador que emitía un sonido muy parecido al de una pequeña corriente eléctrica escapando por el extremo de un cable y haciendo contacto con un metal: triquitriquitriqui, era algo así.
Pasaron veinte minutos, treinta minutos y comencé a desesperarme. Recordaba a mi cuñado y a mi suegra, ambos médicos, que me decían “eso es rapidito, cortan, meten la tripita, cosen y listo. En media hora estás lista”. ¿Media hora?, creo que se referían a media hora de otro mundo. La media hora de este mundo se fue convirtiendo en una hora de agonía, a manos de una inexperta que no lograba encontrar la abertura a través de la cual se salía mi “tripita”.
- Corta un poco más- ordenó Andrés mientras sostenía una pequeña lámpara, que no lograba mantener estable.
- Este bisturí no corta bien. ¿Podrías mantener fija la luz?, que con esta oscuridad no logro ver completamente- respondió Miryam mientras se acomodaba los lentes.
- Hazlo con la tijera- profirió Ingrid, señalando la mesa con los instrumentos.
Así fue, un corte por aquí y otro por… “¡Ay, me duele!, intervine rápidamente entre sollozos. ¿Te duele o te molesta?, preguntó Miryam, porque a veces uno cree que le d… “me duele, me duele”, la interrumpí intentando tapar la molestia y la desesperación que me inundaban. “Ok, pondremos un poco más de anestesia”, contestó ella.
De repente, sin poder controlarlo, comencé a temblar de miedo, cual dibujo animado en una escena de terror. Tenía muchas ganas de llorar, de llorar como un niño pequeño que quiere a su mamá.
- ¿Ya están cosiendo?- pregunté
- Todavía no- respondió Ingrid- mira, este pedacito de grasa- mostrándome un pedazo de grasa amorfo y ensangrentado de unos siete centímetros de largo- es lo que te provocaba el dolor. Ahora vamos a acomodarte allí.
- Dime si duele- continuó Miryam mientras con su dedo índice comenzaba a empujar en sentido hacia el pecho, pero sin llegar a él.
- No me duele, pero me molesta- respondí un poco más calmada porque sentía que ya estaba llegando el final de este tétrica historia.

Luego de hurgar una y otra vez, hundiendo su dedo con fuerza entre mis tripas, terminó por fin la primera parte y comenzó la segunda. No encontraban el hilo para hacerme la sutura. Yo me imaginaba que me desangraba poco a poco, delante de ellos. ¡Zaz!, un puñado de gasas enchumbadas de sangre pasaron frente a mis ojos directo a la basura. Comencé a angustiarme nuevamente. “Ya encontré el hilo” dijo Andrés con la indiferencia que, a mi juicio, lo caracterizaba.
Me cosieron por dentro, no pude saber, porque ni siquiera pregunté, cuántos puntos me agarraron, sólo se que mientras veía la aguja ir y venir, mientras sentía los jalones hacia un lado y hacia el otro, me iba sintiendo mucho más tranquila.
Ya cuando estaban suturando la piel, comencé a sentir los pinchazos de aquélla traviesa aguja que se había paseado por mi cuerpo desde adentro. No me quejé, no quería que se tardaran otra hora más.
“Estás lista, el ombligo te quedó bello”, comentó Miryam. Al incorporarme, ya Andrés e Ingrid habían salido de la habitación, sin despedirse siquiera, como si de repente se les hubiese borrado de la memoria aquella hora de operación, como si nada hubiese pasado. Ricardo me esperaba en la puerta, con su expresión de angustia por lo lento del proceso. Le hice señas con una sonrisa de que todo estaba bien, él me respondió con otra sonrisa. Me senté cinco minutos, o menos, con la doctora para que me entregara el récipe con el tratamiento que debía tomar, y el reposo que debía llevar la semana siguiente al trabajo. Me levanté despidiéndome de manera amable, ella ni siquiera alzó la mirada en señal de cortesía. Una vez fuera del Hospital Clínico, rompí en llanto, no entendía por qué lloraba, supuse que era del susto y de la hostilidad.
Mi operación se realizó por un favor cobrado, pues cuando Andrés estaba recién casado y en el primer año de la especialidad se le hizo imposible conseguir vivienda aquí en Caracas, teniendo que viajar todos los días a Guarenas, no tenía vida, se levantaba a las cuatro de la mañana y se acostaba a la una de la madrugada. Esta situación comenzó a repercutir en su matrimonio. Luís Miguel, considerando y comprendiendo la difícil situación, los ayudó a solventar el problema, consiguiéndoles alquiler en un departamento por la Urbina, lo que se tradujo en una salvación del matrimonio y en una mejora de la calidad de vida. Entonces, me pregunto: si me trataron así, ¿cómo tratarán a las personas humildes que día a día visitan el Hospital Universitario, sin ninguna “palanca”, pero con mucha necesidad, con dolencias, enfermedades, con angustias, y sin ninguna posibilidad económica de pagar un servicio privado?, también me pregunto ¿Cómo es posible que las estructuras físicas de nuestros hospitales estén tan deterioradas?
Una reflexión final, sé que existen médicos con calidad humana, se que son muchos, pero en esta ocasión, estrictamente, me referí a aquellos médicos carentes de humanidad, aquellos que ven al trabajo como una mercancía, como que si estuviesen exentos de enfermedades o, peor aún, de la muerte misma.
Así como los médicos, también hay, en el caso de mi profesión, periodistas que juegan con la dignidad humana, que ven la información como una mercancía, juegan con la conciencia de los hombres, se olvidan de su compromiso con ellos y con su sociedad, con la vida.
Como los médicos y los periodistas, hay maestros, psicólogos, ingenieros, físicos, bioanalistas, y todas las profesiones y ocupaciones que mi memoria no alcanza a recordar, que se olvidan de sus principios como seres humanos y como profesionales.

“Si un hombre es llamado a barrer las calles, debe barrer como pintó Miguel Ángel, como compuso Beethoven, o como escribió Shakespeare. Debe barrer las calles tan bien, que todas las huestes del cielo y de la tierra se detengan y digan que aquí vivió un gran barrendero de calles que hizo bien su trabajo”
Martin Luther King Jr.

martes, 5 de febrero de 2008

Cáncer familiar y ciudadano

Eran las cinco de la tarde, estaba saliendo de la Universidad Central de Venezuela, iba rumbo a la parada por donde pasa la línea de transporte que va de El Cementerio al Ministerio de Educación, para dirigirme al trabajo que está ubicado en el edificio de la Torre la prensa, justo al lado del Panteón Nacional, valor histórico del país, donde descansan los restos de nuestro célebre Libertador Simón Bolívar.
Al llegar a la parada noté que había unos quince usuarios más de lo normal, casi todos estudiantes, lo deduje por la vestimenta informal, los bolsos y, en la mayoría de los casos, por el carné que apretaban con los dedos mientras esperaban. Supongo, también, que la cercanía de la Universidad propiciaba el clima estudiantil. El hecho de que hubiese mucha gente esperando me pareció extraño, al principio culpé al tráfico, por la hora, “capaz no ha pasado ni una camionetica en unos veinte minutos y por eso hay tanta gente aquí”. Pero, en la avenida Los Ilustres se estaba circulando sin ningún problema, intenté enfocar la vista a la altura de la Facultad de Ciencias, y todo se veía normal. Me di cuenta de que, hasta ahora, el tráfico se mantenía en sus cabales.
A los diez minutos de espera, cuando comencé a preocuparme con mayor fuerza, porque entraba al trabajo a las seis, y el trecho por el que debía transitar no era muy fácil, sobre todo por la congestión de la Fuerzas Armadas, divisé a lo lejos la tan esperada camioneta de “aviso rojo” que me llevaría, en el transcurso de una hora, hasta mi destino. Vi que la gente comenzaba a prepararse para la gran lucha de quién entraba primero, porque el orden de llegada que nos enseñan en la escuela deja de aplicar cuando somos adultos y comenzamos la lucha en la gran selva de cemento, y ni hablar del orden de edades. Sin embargo, la camioneta, casi vacía, no se detuvo e inmediatamente comenzaron las airadas críticas. Comprendí que no era que el chofer tuviera una urgencia y por eso pasó de largo ignorando a la cantidad considerable de personas que lo esperaban con ansias para poder llegar, en su mayoría, a la casa, donde los esperaban sus hijos, sus padres o una mascota amigable. El problema del conductor era el pasaje estudiantil. Siempre me preguntaré por qué ocurre eso y supondré que es porque el Gobierno, como en otros aspectos, no cumple con pagar temprano el subsidio.
Así pasaron unos quince minutos más entre camionetas que dejaban a su paso más cansancio, irritación y acumulación de gente. Ya era tarde y en mi desesperación logré correr hasta alcanzar a una camioneta que se paró mucho más adelante para despachar pasajeros y, como yo, hubo otros que corrieron y lograron montarse, mientras los demás, los más adultos, los más resignados, se quedaron esperando o hicieron un intento fallido por alcanzar al vehículo.
Estaba tan molesta, cómo era posible que, más allá de todo el problema de la ineficiencia e ineficacia de las políticas públicas, existiera tanta desvalorización de los problemas de nuestros semejantes que, igual que uno, se levantan cada día a trabajar, a estudiar, a cuidar a sus hijos, unos con más sacrificios que otros, pero no por eso son más humanos.
Mientras pasaba el tiempo, el contexto reafirmaba mi reflexión: tuve que entregarle mi puesto a una anciana, no es algo que me disguste, pero es increíble ver la cantidad de hombres sentados, uno más echado que el otro, incapaces de considerar a la gente mayor. Pero se hacen llamar señores o caballeros. Ahí es cuando me río de la sociedad y sus poses.
Luego de varias paradas, porque después de la de la universidad, el conductor comenzó compulsivamente a recoger pasajeros en la vía, llegamos a la Avenida Fuerzas Armadas, ya eran diez para las seis, el tráfico no estaba tan caótico, todo fluía tranquilamente dentro de lo que es normal para los ciudadanos de Caracas, hasta que en un intento por esquivar la cola, muy cerca del puente, la camioneta le propició un pequeño golpe al carro que estaba adelante. Nuevamente, el contexto me dio soberanos motivos para comprender la descomposición de los valores sociales: el respeto, la comunicación, la solidaridad, el consenso, la violación de las normas de convivencia, en fin, estábamos ante la supervivencia del “más vivo”, que termina siendo el “vivo bobo” de la historia. Continuando con el relato, el conductor del carro agraviado, una vez que trancó el tráfico para coartar cualquier intento de fuga, se bajó enardecido y comenzó a reclamar:
- ¡Coño vale! ¿Tú no ves por donde andas? ¡bruto!- prosiguió- ¡Me vas a pagar mi vaina!
Mientras tanto, comenzó a aumentar el ruido, con cada segundo la situación se hacía más tensa, los gritos de la gente desde los vehículos, las miradas curiosas de los peatones, las cornetas -¡cómo las detesto!-, que solucionan mucho menos de lo que molestan.
Yo estaba sentada justo detrás del chofer, observando todo, calculando el tiempo, esperando a ver si rápidamente se ponían de acuerdo, pues, ambos vehículos parecían viejos y descuidados, y lo más probable era que ninguno de los dos poseyera una póliza de seguro, así que pensé que Tránsito no tenía mucho que aportar ahí. Pero la situación se volvió más compleja, cuando, el camionetero, en su escéptica molestia y su incrédula negación a pagar los daños ocasionados, se dirigió a la calle, a donde estaba su oponente.
-Yo no te choqué tan duro, así que no me vengas a meter este choque- y aquí vienen las palabras mágicas-, anda a mamarte un “güevo”.
El taxista se le fue encima como ciego de odio, iracundo, le propinó una cachetada al otro exigiéndole respeto, y el ambiente se transformó en un rin de boxeo. Hasta que, por iniciativa propia, decidieron separarse. Yo continuaba en la camioneta, con la esperanza, casi perdida, de que todo se solucionara.
Inmediatamente después, el conductor de la camionetica se subió en ella e hizo un intento de retroceder para intentar pasar por un pequeño espacio que había dejado el atravesado, por el que los carros, a duras penas, lograban pasar. Pero sucedió que el oponente sacó una llave de cruz de las que usan para sacar los tornillos de los cauchos. “Te voy a destrozar el carro y la cara, güevón”. El camionetero se detuvo, sacó un cuchillo de la guantera y fue a un segundo enfrentamiento. Bajándose el conductor y más atrás iba yo, ahora más asustada y asombrada, no necesitaba más pruebas para comprender la descomposición social y el clima violento que estamos viviendo. Gracias a Dios que llegaron tres guardias nacionales. Se evitó una tragedia, al menos en ese momento. No sé si lograron llegar a un acuerdo, o si hubo amenaza de sanción y su ulterior matraca. Lo que sí comprendí perfectamente es que el rol de la familia se está debilitando, si no lo creen, relean mi accidentado día. No nacemos grandes, pasamos por una etapa de aprendizaje que es fundamental para la formación de nuestra personalidad y de nuestros valores, cuestión que también nos prepara para la vida en sociedad. No en vano la familia es, como bien dicen, la célula fundamental de la sociedad. Pero el cáncer de la hostilidad parece de los más invasivos y fulminantes.

Hablar de medios

El libertinaje, ese ejercicio exagerado de la libertad, en el cual se quiere hacer lo que dé la gana, sin importar todo cuanto exista alrededor, sin demostrar respeto ni interés por las opiniones de las demás personas, no hay conciencia de que el verdadero ejercicio de la libertad colinda con los derechos del otro, y, por lo tanto tiene que ver con asumir las consecuencias de nuestros actos. ¿Qué sucede con los medios de comunicación social cuando su contexto social se encuentra gravemente polarizado?, en el caso de Venezuela, sucedió que también tomaron partido… pero político.
Como lo sabemos, porque constantemente lo escuchamos decir de profesores, colegas, vecinos, e incluso nuestro subconsciente lo repite, los medios de comunicación social juegan un papel fundamental para el desarrollo y la defensa de la libertad de expresión, y para el crecimiento de la sociedad en sus distintos ámbitos (cultural, político, económico). Y hablar de responsabilidad social de los medios, a pesar de que remite directamente al ejercicio periodístico, también incluye a todo aquél ciudadano que exponga un mensaje en un mass media, ya sea prensa, radio, televisión e internet. En este sentido, es dificil comptrender que existan programas como La Hojilla (VTV), y por favor no me tilden de “escuálida”, tomo este caso para dar un ejemplo concreto, sin desconocer la fatalidad de programas como Aló ciudadano, de Globovisión, (de igual forma espero que no me acusen de “chavista”). Continuando con la idea, ¿El ciudadano Mario Silva estará consciente de la responsabilidad que está en sus manos?, yo creo que no.
Para ser crítico de medios es menester ser capaz de dar argumentos serios, dándole la espalda a la burla, usar el respeto para dignificar nuestra condición humana y nuestra labor social, en el caso de la situación de polarización es fundamental que Mario Silva comprenda que su responsabilidad no es solamente con el chavismo, sino con todos los venezolanos que tenemos derecho a ser bien informados, no sólo porque Venezolana de Televisión es financiada con fondos del Estado y por ende le pertenece a todos y cada uno de los ciudadanos que habitamos este país, sino también porque es un deber de los medios de difusión el de contribuir con el desarrollo del país.
La palabra crítica tiene que ver más con una actitud positiva en donde se intenta construir a través de la reflexión, nuevas y mejores maneras de hacer las cosas, creo que el señor Silva lo ignora por completo, y no porque no sea periodista, sino porque su objetivo está claro, la destrucción del que disiente de la Revolución Bolivariana. No en vano los seguidores del Presidente Chávez conciben a La Hojilla como una de las armas políticas más fuertes e importantes de esta revolución. Un programa que constantemente refuerza la polarización a través de la incitación al odio es un arma de guerra y de desestabilización. Dónde está el socialismo que se predica desde el Gobierno de la República, dónde está la sociedad justa, responsable, respetuosa, con altos niveles de conciencia. Me pregunto, ¿por qué no le renovaron la concesión a RCTV?-ojo, y no defiendo para nada su desempeño- y un argumento claro sirvió de respuesta: habían venido incitando al odio constantemente. Y yo repregunto ¿Qué hace La Hojilla al aire?, y peor aún ¿Qué hace el Presidente de la República asistiendo a ese tipo de programas?
La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, específicamente en el artículo 57, presenta a la libertad de expresión como un derecho inviolable, pero, y he aquí la continuación que todo el mundo ignora, “quien haga uso de este derecho asume plena responsabilidad por lo expresado”. Es decir, que no sólo el periodista, sino también el ciudadano común debe estar conciente de el gran compromiso social que tiene el uso de la libertad de expresión, de la que tanto se habla y a la que tanto se defiende, pero a la que muchas veces se irrespeta cuando en su nombre se cometen daños graves e injustos hacia otro ser humano.
Los medios de comunicación venezolanos tienen que reinventarse apegados a los valores de responsabilidad, respeto, educación, y no al libertinaje de hacer y decir lo que se diga para obtener más adeptos, en nombre de la supuesta libertad de expresión que defienden.

La inseguridad institucionalizada

El gobierno del Presidente Hugo Chávez, constantemente alardea sobre los logros que ha tenido a nivel social, siendo los consejos comunales y las misiones un ejemplo de ello, según lo platean el mismo mandatario nacional y sus aliados políticos. Sin embargo, cuando les tocan el vals de los graves problemas, cada día acrecentados por la falta de estrategias políticas contundentes, que afectan a la población venezolana en su desempeño diario, como por ejemplo la inseguridad, por no extenderme con la corrupción, deciden no bailar al ritmo, no emitir juicios de valor.
No es necesario ser policía, ni ser víctima, aunque este último papel nos ha tocado jugarlo en algún momento, para saber que la delincuencia: los robos, las muertes por asaltos, los secuestros, e inclusive el sicariato, son una constante en la vida del venezolano común, nadie está exento de ello.
Cuando salimos a la calle lo primero que hacemos es encomendarnos a un ente supremo y sobrenatural para que nos resguarde, ya que el Ministro del Interior y Justicia, Pedro Carreño, está muy ocupado intentando encontrar la excusa perfecta para intervenir la universidad, comprándo zapatos piel de cocodrilo, o haciendo alguna otra cosa lejos de su prioridad, que es la de “Garantizar la seguridad y protección integral de los ciudadanos contra hechos delictivos, accidentes y calamidades”, así reza la misión principal del Ministerio del Poder Popular para Relaciones Interiores y Justicia (www.mpprij.gob.ve), y en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela está contemplado que “toda persona tiene derecho a la protección por parte del Estado, a través de los órganos de seguridad ciudadana regulados por la ley, frente a situaciones que constituyan amenaza, vulnerabilidad o riesgo para la integridad física de las personas…” (Art. 55). De alguna manera, ambos deberes han pasado por alto para el gobierno nacional. Pero lo más lamentable es el hecho de que, como venezolanos nos estamos acostumbrando a la delincuencia. Siempre es más fácil acostumbrarse, recordemos los orígenes de la cultura rentista y facilista, ¿para qué trabajar cuando somos dueños de una de las reservas petroleras más importantes del mundo? Es este modo de vida que se inició con el Boom Petrolero de los años setenta y que se ha mantenido hasta ahora, el responsable del incremento del facilismo, de obtener las cosas sin esfuerzo. Tal concepción fue tergiversándose hasta llegar a la delincuencia, pues, es más fácil responsabilizar al gobierno de todos nuestros males que dar a nuestros hijos principios y valores sólidos, a pesar de las carencias económicas que no deberíamos tener porque somos propietarios del oro negro. Con esto no le quito ningún tipo de responsabilidad al gobierno nacional por el hampa desatada, pero es bueno reflexionar sobre la descomposición familiar que gira en torno al problema de la delincuencia y a la normalidad con la que tomamos este asunto.
Estamos acostumbrándonos a que nos roben, nos maten, nos secuestren, y no es que dejemos de tener miedo, es que ya es normal vivir con él. Salimos de la casa cerrando con doble llave la puerta y la reja y verificamos que lo hayamos hecho bien, inmediatamente después nos persignamos, como si eso fuera suficiente; nos montamos en el carro y de una vez bajamos los seguros. A aquéllos que no tenemos carro, nos toca el traslado en camionetica, en donde el viaje se torna una historia de detectives al intentar averiguar, a través del análisis de comunicación no verbal, la actitud, la pose, la mirada, cuál, o cuáles, individuo está más propenso a cometer un asalto a mano armada.
Otro ejemplo significativo es la ida al banco, que supone toda una estrategia de acción: hacemos una evaluación veloz y discreta del sitio y sus alrededores, para que nadie pueda suponer nuestro objetivo, retirar o depositar plata, seguidamente entramos, igualmente valoramos la escena, por si hay algún supuesto cliente con planes de cometer un delito, y por último salimos nuevamente a la gran selva de cemento a probar suerte. Llegamos a la casa dándole gracias a Dios porque “hoy no nos tocó a nosotros”, pero le tocó al vecino, al compañero de clase o de trabajo, al amigo, o a algún familiar. Y si nos roban, llegamos igualmente a la casa agradeciendo que “sólo haya sido algo material y no la vida”. Así pensamos.
¿Cómo puede hablarse de un desarrollo social con tanta inseguridad? ¿Cómo podemos tomar la inseguridad como algo normal? Y para finalizar me permito citar a Mafalda, la de Quino, “¿Oyeron hablar alguna vez de la inseguricracia?”.