jueves, 6 de marzo de 2008

Enfermedad crónica

Pese a que nuestro caso era especial porque veníamos en nombre de Luís Miguel, mi cuñado, quien había hablado con Andrés, un amigo y colega, residente de segundo año de cirugía, para que me atendiera, ese viernes subimos los cuatro pisos rápidamente, temiendo encontrarnos con una cola de personas que esperasen pacientes a ser atendidas. Como era de esperarse, nos equivocamos de ala, y tuvimos que cruzar el pasillo central para llegar a la sala de Cirugía IV. No había cola.
- Cómo está doctor, soy el hermano de Luís Miguel…
- Hola, sí – interrumpió inmediatamente Andrés- el médico, de unos treinta años de edad, de tez morena, cabello negro como el ébano, con unos mechones blancos que hacían recordar al protagonista de la última, y sangrienta, película de Tim Burton “El barbero demoníaco de la calle fleet”, inspirada en una musical de Brodway. Anda a comer- continuó Andrés con la mirada fija en unos documentos que estaba revisando- y vente como a la una mientras yo entrego la guardia.

Sin más, bajamos otra vez por las escaleras, pues, igual que para subir, esperar el ascensor era una prueba de paciencia y tolerancia, y los nervios no me permitían estar quieta en un sitio, y menos en uno como ese, en donde se puede percibir, sin necesidad de hurgar mucho en el ambiente, esa sensación de que algo está mal, esa que nos hace sentir culpables de lo bien que estamos en salud y en economía, en comparación con otros, esa en donde sentimos que la muerte está por allí, paseándose por los pasillos, rozándonos, visitando las habitaciones, sin tocar la puerta, sin ser recibida, cada día más fortalecida por el temor, la tristeza. Esa muerte que apuesta a cada instante por la muerte.
Luego de almorzar, subimos a la hora acordada, Luís Miguel, mi cuñado, Médico adjunto del departamento de Gineco-obstetricia, nos acompañó para que el favor que él mismo había pedido a Andrés fuese llevado a cabo sin un contratiempo más. Sin embargo, ocurrió lo contrario.
Fui atendida a las cuatro de la tarde, ya Luismi, llamado así por cariño, se había marchado debido a que la noche anterior había tenido guardia y estaba exhausto. Ricardo sí continúo conmigo, en pie de lucha, sin decaer ni un instante y dándome ánimos en los momentos en los que la espera y la incertidumbre aumentaban mis nervios.
“Ella va a atenderte”, dijo por fin Andrés, señalando a una chica cuya edad no pasaba de treinta años, delgada, blanca, y tenía puesta una bata con la inscripción, cerca de su pecho izquierdo “Miryam Colmenares, médico cirujano”. Estaba en presencia de una residente de primer año de cirugía, quien me guió hacia un cuarto pequeño que constaba de un escritorio un pequeño espacio donde se encontraba un peso, una papelera y algunos afiches sobre salud. Al final, separado por una cortina azul, estaba mi destino. Un segmento del cuarto, solamente alumbrado por una tenue luz natural que entraba por un ventanal, equipado por una camilla, dos sillas de metal, un gavetero y una pesa en donde se encontraban los instrumentos para la operación de mi hernia.
“Quítate la camisa, el sostén y ponte esta bata”, fueron las instrucciones de Miryam, quien ya estaba preparándose, “como si fuese a operarme ella”, pensé con un profundo temor de que fuese así. Ya lista en la camilla, llegó otra chica, Ingrid, compañera de Miryam, y un momento después llegó Andrés. Me sentí aliviada cuando lo vi, pero qué va, alegría de tísico. Me operarían ellas, con la supervisión de él.
- Te va a doler un poco, sobretodo cuando el líquido de la anestesia esté circulando.
- Ok- sólo este Ok, débil fue lo que el miedo me dejó pronunciar

Un pinchazo por aquí, otro por allá, y la anestesia comenzó a hacer su efecto en el sitio en donde fue inyectada. Sólo allí. Mientras la vista, los oídos, el olfato y los ojos se mantenían despiertos, a la expectativa. Luego de una prueba para comprobar que no sentía nada, comenzó la carnicería. Evité a toda costa ver lo que le estaba sucediendo a mi ombligo, pero era imposible no escuchar los cortes de la carne con las tijeras, y era aún más inevitable oler la grasa quemada (la cortan quemándola) por un cauterizador que emitía un sonido muy parecido al de una pequeña corriente eléctrica escapando por el extremo de un cable y haciendo contacto con un metal: triquitriquitriqui, era algo así.
Pasaron veinte minutos, treinta minutos y comencé a desesperarme. Recordaba a mi cuñado y a mi suegra, ambos médicos, que me decían “eso es rapidito, cortan, meten la tripita, cosen y listo. En media hora estás lista”. ¿Media hora?, creo que se referían a media hora de otro mundo. La media hora de este mundo se fue convirtiendo en una hora de agonía, a manos de una inexperta que no lograba encontrar la abertura a través de la cual se salía mi “tripita”.
- Corta un poco más- ordenó Andrés mientras sostenía una pequeña lámpara, que no lograba mantener estable.
- Este bisturí no corta bien. ¿Podrías mantener fija la luz?, que con esta oscuridad no logro ver completamente- respondió Miryam mientras se acomodaba los lentes.
- Hazlo con la tijera- profirió Ingrid, señalando la mesa con los instrumentos.
Así fue, un corte por aquí y otro por… “¡Ay, me duele!, intervine rápidamente entre sollozos. ¿Te duele o te molesta?, preguntó Miryam, porque a veces uno cree que le d… “me duele, me duele”, la interrumpí intentando tapar la molestia y la desesperación que me inundaban. “Ok, pondremos un poco más de anestesia”, contestó ella.
De repente, sin poder controlarlo, comencé a temblar de miedo, cual dibujo animado en una escena de terror. Tenía muchas ganas de llorar, de llorar como un niño pequeño que quiere a su mamá.
- ¿Ya están cosiendo?- pregunté
- Todavía no- respondió Ingrid- mira, este pedacito de grasa- mostrándome un pedazo de grasa amorfo y ensangrentado de unos siete centímetros de largo- es lo que te provocaba el dolor. Ahora vamos a acomodarte allí.
- Dime si duele- continuó Miryam mientras con su dedo índice comenzaba a empujar en sentido hacia el pecho, pero sin llegar a él.
- No me duele, pero me molesta- respondí un poco más calmada porque sentía que ya estaba llegando el final de este tétrica historia.

Luego de hurgar una y otra vez, hundiendo su dedo con fuerza entre mis tripas, terminó por fin la primera parte y comenzó la segunda. No encontraban el hilo para hacerme la sutura. Yo me imaginaba que me desangraba poco a poco, delante de ellos. ¡Zaz!, un puñado de gasas enchumbadas de sangre pasaron frente a mis ojos directo a la basura. Comencé a angustiarme nuevamente. “Ya encontré el hilo” dijo Andrés con la indiferencia que, a mi juicio, lo caracterizaba.
Me cosieron por dentro, no pude saber, porque ni siquiera pregunté, cuántos puntos me agarraron, sólo se que mientras veía la aguja ir y venir, mientras sentía los jalones hacia un lado y hacia el otro, me iba sintiendo mucho más tranquila.
Ya cuando estaban suturando la piel, comencé a sentir los pinchazos de aquélla traviesa aguja que se había paseado por mi cuerpo desde adentro. No me quejé, no quería que se tardaran otra hora más.
“Estás lista, el ombligo te quedó bello”, comentó Miryam. Al incorporarme, ya Andrés e Ingrid habían salido de la habitación, sin despedirse siquiera, como si de repente se les hubiese borrado de la memoria aquella hora de operación, como si nada hubiese pasado. Ricardo me esperaba en la puerta, con su expresión de angustia por lo lento del proceso. Le hice señas con una sonrisa de que todo estaba bien, él me respondió con otra sonrisa. Me senté cinco minutos, o menos, con la doctora para que me entregara el récipe con el tratamiento que debía tomar, y el reposo que debía llevar la semana siguiente al trabajo. Me levanté despidiéndome de manera amable, ella ni siquiera alzó la mirada en señal de cortesía. Una vez fuera del Hospital Clínico, rompí en llanto, no entendía por qué lloraba, supuse que era del susto y de la hostilidad.
Mi operación se realizó por un favor cobrado, pues cuando Andrés estaba recién casado y en el primer año de la especialidad se le hizo imposible conseguir vivienda aquí en Caracas, teniendo que viajar todos los días a Guarenas, no tenía vida, se levantaba a las cuatro de la mañana y se acostaba a la una de la madrugada. Esta situación comenzó a repercutir en su matrimonio. Luís Miguel, considerando y comprendiendo la difícil situación, los ayudó a solventar el problema, consiguiéndoles alquiler en un departamento por la Urbina, lo que se tradujo en una salvación del matrimonio y en una mejora de la calidad de vida. Entonces, me pregunto: si me trataron así, ¿cómo tratarán a las personas humildes que día a día visitan el Hospital Universitario, sin ninguna “palanca”, pero con mucha necesidad, con dolencias, enfermedades, con angustias, y sin ninguna posibilidad económica de pagar un servicio privado?, también me pregunto ¿Cómo es posible que las estructuras físicas de nuestros hospitales estén tan deterioradas?
Una reflexión final, sé que existen médicos con calidad humana, se que son muchos, pero en esta ocasión, estrictamente, me referí a aquellos médicos carentes de humanidad, aquellos que ven al trabajo como una mercancía, como que si estuviesen exentos de enfermedades o, peor aún, de la muerte misma.
Así como los médicos, también hay, en el caso de mi profesión, periodistas que juegan con la dignidad humana, que ven la información como una mercancía, juegan con la conciencia de los hombres, se olvidan de su compromiso con ellos y con su sociedad, con la vida.
Como los médicos y los periodistas, hay maestros, psicólogos, ingenieros, físicos, bioanalistas, y todas las profesiones y ocupaciones que mi memoria no alcanza a recordar, que se olvidan de sus principios como seres humanos y como profesionales.

“Si un hombre es llamado a barrer las calles, debe barrer como pintó Miguel Ángel, como compuso Beethoven, o como escribió Shakespeare. Debe barrer las calles tan bien, que todas las huestes del cielo y de la tierra se detengan y digan que aquí vivió un gran barrendero de calles que hizo bien su trabajo”
Martin Luther King Jr.