martes, 5 de febrero de 2008

Cáncer familiar y ciudadano

Eran las cinco de la tarde, estaba saliendo de la Universidad Central de Venezuela, iba rumbo a la parada por donde pasa la línea de transporte que va de El Cementerio al Ministerio de Educación, para dirigirme al trabajo que está ubicado en el edificio de la Torre la prensa, justo al lado del Panteón Nacional, valor histórico del país, donde descansan los restos de nuestro célebre Libertador Simón Bolívar.
Al llegar a la parada noté que había unos quince usuarios más de lo normal, casi todos estudiantes, lo deduje por la vestimenta informal, los bolsos y, en la mayoría de los casos, por el carné que apretaban con los dedos mientras esperaban. Supongo, también, que la cercanía de la Universidad propiciaba el clima estudiantil. El hecho de que hubiese mucha gente esperando me pareció extraño, al principio culpé al tráfico, por la hora, “capaz no ha pasado ni una camionetica en unos veinte minutos y por eso hay tanta gente aquí”. Pero, en la avenida Los Ilustres se estaba circulando sin ningún problema, intenté enfocar la vista a la altura de la Facultad de Ciencias, y todo se veía normal. Me di cuenta de que, hasta ahora, el tráfico se mantenía en sus cabales.
A los diez minutos de espera, cuando comencé a preocuparme con mayor fuerza, porque entraba al trabajo a las seis, y el trecho por el que debía transitar no era muy fácil, sobre todo por la congestión de la Fuerzas Armadas, divisé a lo lejos la tan esperada camioneta de “aviso rojo” que me llevaría, en el transcurso de una hora, hasta mi destino. Vi que la gente comenzaba a prepararse para la gran lucha de quién entraba primero, porque el orden de llegada que nos enseñan en la escuela deja de aplicar cuando somos adultos y comenzamos la lucha en la gran selva de cemento, y ni hablar del orden de edades. Sin embargo, la camioneta, casi vacía, no se detuvo e inmediatamente comenzaron las airadas críticas. Comprendí que no era que el chofer tuviera una urgencia y por eso pasó de largo ignorando a la cantidad considerable de personas que lo esperaban con ansias para poder llegar, en su mayoría, a la casa, donde los esperaban sus hijos, sus padres o una mascota amigable. El problema del conductor era el pasaje estudiantil. Siempre me preguntaré por qué ocurre eso y supondré que es porque el Gobierno, como en otros aspectos, no cumple con pagar temprano el subsidio.
Así pasaron unos quince minutos más entre camionetas que dejaban a su paso más cansancio, irritación y acumulación de gente. Ya era tarde y en mi desesperación logré correr hasta alcanzar a una camioneta que se paró mucho más adelante para despachar pasajeros y, como yo, hubo otros que corrieron y lograron montarse, mientras los demás, los más adultos, los más resignados, se quedaron esperando o hicieron un intento fallido por alcanzar al vehículo.
Estaba tan molesta, cómo era posible que, más allá de todo el problema de la ineficiencia e ineficacia de las políticas públicas, existiera tanta desvalorización de los problemas de nuestros semejantes que, igual que uno, se levantan cada día a trabajar, a estudiar, a cuidar a sus hijos, unos con más sacrificios que otros, pero no por eso son más humanos.
Mientras pasaba el tiempo, el contexto reafirmaba mi reflexión: tuve que entregarle mi puesto a una anciana, no es algo que me disguste, pero es increíble ver la cantidad de hombres sentados, uno más echado que el otro, incapaces de considerar a la gente mayor. Pero se hacen llamar señores o caballeros. Ahí es cuando me río de la sociedad y sus poses.
Luego de varias paradas, porque después de la de la universidad, el conductor comenzó compulsivamente a recoger pasajeros en la vía, llegamos a la Avenida Fuerzas Armadas, ya eran diez para las seis, el tráfico no estaba tan caótico, todo fluía tranquilamente dentro de lo que es normal para los ciudadanos de Caracas, hasta que en un intento por esquivar la cola, muy cerca del puente, la camioneta le propició un pequeño golpe al carro que estaba adelante. Nuevamente, el contexto me dio soberanos motivos para comprender la descomposición de los valores sociales: el respeto, la comunicación, la solidaridad, el consenso, la violación de las normas de convivencia, en fin, estábamos ante la supervivencia del “más vivo”, que termina siendo el “vivo bobo” de la historia. Continuando con el relato, el conductor del carro agraviado, una vez que trancó el tráfico para coartar cualquier intento de fuga, se bajó enardecido y comenzó a reclamar:
- ¡Coño vale! ¿Tú no ves por donde andas? ¡bruto!- prosiguió- ¡Me vas a pagar mi vaina!
Mientras tanto, comenzó a aumentar el ruido, con cada segundo la situación se hacía más tensa, los gritos de la gente desde los vehículos, las miradas curiosas de los peatones, las cornetas -¡cómo las detesto!-, que solucionan mucho menos de lo que molestan.
Yo estaba sentada justo detrás del chofer, observando todo, calculando el tiempo, esperando a ver si rápidamente se ponían de acuerdo, pues, ambos vehículos parecían viejos y descuidados, y lo más probable era que ninguno de los dos poseyera una póliza de seguro, así que pensé que Tránsito no tenía mucho que aportar ahí. Pero la situación se volvió más compleja, cuando, el camionetero, en su escéptica molestia y su incrédula negación a pagar los daños ocasionados, se dirigió a la calle, a donde estaba su oponente.
-Yo no te choqué tan duro, así que no me vengas a meter este choque- y aquí vienen las palabras mágicas-, anda a mamarte un “güevo”.
El taxista se le fue encima como ciego de odio, iracundo, le propinó una cachetada al otro exigiéndole respeto, y el ambiente se transformó en un rin de boxeo. Hasta que, por iniciativa propia, decidieron separarse. Yo continuaba en la camioneta, con la esperanza, casi perdida, de que todo se solucionara.
Inmediatamente después, el conductor de la camionetica se subió en ella e hizo un intento de retroceder para intentar pasar por un pequeño espacio que había dejado el atravesado, por el que los carros, a duras penas, lograban pasar. Pero sucedió que el oponente sacó una llave de cruz de las que usan para sacar los tornillos de los cauchos. “Te voy a destrozar el carro y la cara, güevón”. El camionetero se detuvo, sacó un cuchillo de la guantera y fue a un segundo enfrentamiento. Bajándose el conductor y más atrás iba yo, ahora más asustada y asombrada, no necesitaba más pruebas para comprender la descomposición social y el clima violento que estamos viviendo. Gracias a Dios que llegaron tres guardias nacionales. Se evitó una tragedia, al menos en ese momento. No sé si lograron llegar a un acuerdo, o si hubo amenaza de sanción y su ulterior matraca. Lo que sí comprendí perfectamente es que el rol de la familia se está debilitando, si no lo creen, relean mi accidentado día. No nacemos grandes, pasamos por una etapa de aprendizaje que es fundamental para la formación de nuestra personalidad y de nuestros valores, cuestión que también nos prepara para la vida en sociedad. No en vano la familia es, como bien dicen, la célula fundamental de la sociedad. Pero el cáncer de la hostilidad parece de los más invasivos y fulminantes.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es impresionante toda la descomposición ciudadana q se pued vr en una pequena part dl día. Pero como bien lo dices el problema viene del hogar. Allá es q hay q apuntar

Moraima Guanipa dijo...

Felicitaciones, Jennifer, por el blog y por el sentido que le imprimes al diálogo virtual que nos propones: más allá de los extremos, de los polos, del blanco y del negro, están los matices, ese enorme registro de claroscuros que llenan nuestras vidas. Pero estoy segura también de que este claroscuro que nos propones tomará distancia y se sabrá cuidar de los relativismos, del "buenismo" que permite un vale todo postmoderno y tan peligroso como los extremos y las posiciones maniqueas
Comparto tu espacio con una reflexión de Tzvetan Todorov, que me parece pertinente en estos tiempos en los que a veces nos sentimos en una suerte de guerra de todos contra todos, amenazados por la violencia de los extremos:
"Tenemos todo que ganar: no son las identidades hostiles las que provocan los conflictos, sino los conflictos los que hacen hostiles las identidades. Los pueblos poseen una identidad múltiple y maleable, pero las guerras les obligan a aferrarse a una sola dimensión, a comprometerse por completo, cada persona, en la lucha para vencer al enemigo. Las situaciones no se dejan encerrar en oposiciones simplistas y son imposibles de reducir a las categorías del bien y el mal. La imagen del mundo como una guerra de todos contra todos no sólo es falsa, sino que contribuye a hacer que el mundo sea más peligroso".
Mucha suerte.